La violencia de la conquista empujó a muchos indígenas a refugiarse en las montañas de Yoro y Olancho. Eran pech y tolupanes pero durante la colonia se les englobó bajo el apelativo de jicaques o indios insumisos. Misionaron en Honduras dos órdenes religiosas: mercedarios y franciscanos, siendo sobre estos últimos que recayó la tarea misionera hacia la poco conocida y bastante despoblada zona oriental del país.
En 1612 y en 1621 los frailes Esteban Verdelete y Cristóbal Martínez sufrieron martirio al ser sacrificados por los indígenas. Fue hasta 1667 que los misioneros Fernando Espino y Pedro Ovalle lograron asentar un poblado permanente al que nombraron San Buenaventura. Espino publicó sus experiencias en su libro “Relación Verdadera de la Reducción de los Indios Infieles de la Provincia de la Taguisgalpa llamados Xicaques”.
Debido a la presencia inglesa en la costa nor-oriental, el carácter de las misiones cambió en el siglo XVIII, siendo acompañados los frailes por contingentes armados de mestizos y mulatos. Pero, en resumen, la penetración misionera hacia el oriente de Honduras no prosperó. Sería ya en época independiente, entre 1857 y 1864 que se logró asentar a los llamados jicaques en poblados. Fue obra del misionero claretiano español Manuel de Jesús Subirana, infatigable en sus recorridos por la selvática Costa Norte, por Yoro, Olancho y Danlí; su éxito tuvo que ver con la obtención de tierras asignadas por el gobierno central para que los indígenas las cultivaran y tuvieran dominio pleno, adiestrándoles él mismo en cultivos útiles como el tabaco y haciéndose acompañar por un agrimensor oficial que midiera los terrenos que les correspondían.
Subirana murió en campaña en las cercanías del Lago de Yojoa. Los habitantes, hasta le fecha, le atribuyen extraordinarias curaciones y hasta milagros y es, en muchos sitios, objeto de veneración. El lugar en que murió denominado Potrero de los Olivos, hoy, en su honor se denomina Subirana de Olivo.